Publicado en La Gaceta de Canarias, el 18 de abril de 1993 (recogido también en "Getsemaní", en el libro "Apuntes sobre la Semana Santa de Santa Cruz de La Palma").
Era la primera vez que cargábamos ese paso. Además no era otro que el que más respeto nos imponía de todos los de aquella parroquia. Habíamos quedado sobre las diez y cuarto de la mañana, antelación que, por supuesto, era la habitual. Al reunirnos se hizo realidad lo que sospechábamos, no sólo íbamos a luchar contra el peso de imágenes y andas, sino también contra el calor soporífero que reinaba.
Comenzamos a vestirnos, lo cual se ha convertido prácticamente en un rito: el hábito, la capucha, los guantes, las cuatro vueltas de soga alrededor de la cintura (nuestra faja), etc. Incluso, mientras otras cofradías se preparan descubiertos en el templo, los costaleros no pueden salir de la sacristía sin estar cubiertos.
Entre unas cosas y otras, llegó la hora. Íbamos a empezar los altos delante y los bajos detrás. División esta vital para el buen hacer de los costaleros. No obstante, probablemente era la primera vez que cargábamos juntos. Normalmente, no nos mezclamos. Pero necesitábamos el mayor número de relevos posibles. Dos golpes, nos suena a preparados, y uno más a arriba. Y así sucedió. La imagen, un largo crucificado entre unos devotos San Juan y María Magdalena, tenía que salir a brazos. Cuando le cogimos el peso, no tuvimos más remedio que reconocer su dificultad, sin embargo estábamos convencidos de que ya habíamos soportado pesos al menos parecidos. La entraríamos, estábamos seguros.
Lo que ocurrió fue que salimos a la plaza sin aún cogerle el peso verdadero. Eramos ocho los que soportábamos los más de quinientos kilos del paso procesional. Cada paso nuestro comenzaba a ser una etapa durísima, cada inclinación del terreno, casi un suplicio. Nos relevábamos cada dos paradas. Pero, claro, el problema no sólo era el peso de este paso, sino el acumulado de días atrás. No en vano, habíamos cargado ya hasta tres procesiones. Nuestro hombro dolorido era lo que más se quejaba. Como era de prever, el bochorno de la mañana hacía todavía más heroica la labor de los costaleros. Capuchas sudorosas, sucísimos hábitos, hombreras caídas hacia la espalda, compañeros cansadísimos. Todo formando un núcleo que no admitía separación.
Descendimos hacia el centro de la ciudad seguros de nuestras fuerzas, seguros de que tendríamos la ayuda importantísima del propio Cristo que cargábamos. Tras innumerables relevos, tomamos el camino del regreso. Y como éste era en pendiente, adoptamos la medida de intercambiarnos. Ahora los altos se fueron hacia la parte trasera, tomando los bajos los varales delanteros. Sobre la una del mediodía alcanzábamos nuevamente la iglesia de donde habíamos partido dos horas antes. Los últimos pasos, los postreros esfuerzos, pese al sufrimiento, fueron gozosos, se palpaba nuestra satisfacción. Lo habíamos conseguido. En aquel momento, miramos a Cristo en la Cruz, nos daba las gracias.
Era la primera vez que cargábamos ese paso. Además no era otro que el que más respeto nos imponía de todos los de aquella parroquia. Habíamos quedado sobre las diez y cuarto de la mañana, antelación que, por supuesto, era la habitual. Al reunirnos se hizo realidad lo que sospechábamos, no sólo íbamos a luchar contra el peso de imágenes y andas, sino también contra el calor soporífero que reinaba.
Comenzamos a vestirnos, lo cual se ha convertido prácticamente en un rito: el hábito, la capucha, los guantes, las cuatro vueltas de soga alrededor de la cintura (nuestra faja), etc. Incluso, mientras otras cofradías se preparan descubiertos en el templo, los costaleros no pueden salir de la sacristía sin estar cubiertos.
Entre unas cosas y otras, llegó la hora. Íbamos a empezar los altos delante y los bajos detrás. División esta vital para el buen hacer de los costaleros. No obstante, probablemente era la primera vez que cargábamos juntos. Normalmente, no nos mezclamos. Pero necesitábamos el mayor número de relevos posibles. Dos golpes, nos suena a preparados, y uno más a arriba. Y así sucedió. La imagen, un largo crucificado entre unos devotos San Juan y María Magdalena, tenía que salir a brazos. Cuando le cogimos el peso, no tuvimos más remedio que reconocer su dificultad, sin embargo estábamos convencidos de que ya habíamos soportado pesos al menos parecidos. La entraríamos, estábamos seguros.
Lo que ocurrió fue que salimos a la plaza sin aún cogerle el peso verdadero. Eramos ocho los que soportábamos los más de quinientos kilos del paso procesional. Cada paso nuestro comenzaba a ser una etapa durísima, cada inclinación del terreno, casi un suplicio. Nos relevábamos cada dos paradas. Pero, claro, el problema no sólo era el peso de este paso, sino el acumulado de días atrás. No en vano, habíamos cargado ya hasta tres procesiones. Nuestro hombro dolorido era lo que más se quejaba. Como era de prever, el bochorno de la mañana hacía todavía más heroica la labor de los costaleros. Capuchas sudorosas, sucísimos hábitos, hombreras caídas hacia la espalda, compañeros cansadísimos. Todo formando un núcleo que no admitía separación.
Descendimos hacia el centro de la ciudad seguros de nuestras fuerzas, seguros de que tendríamos la ayuda importantísima del propio Cristo que cargábamos. Tras innumerables relevos, tomamos el camino del regreso. Y como éste era en pendiente, adoptamos la medida de intercambiarnos. Ahora los altos se fueron hacia la parte trasera, tomando los bajos los varales delanteros. Sobre la una del mediodía alcanzábamos nuevamente la iglesia de donde habíamos partido dos horas antes. Los últimos pasos, los postreros esfuerzos, pese al sufrimiento, fueron gozosos, se palpaba nuestra satisfacción. Lo habíamos conseguido. En aquel momento, miramos a Cristo en la Cruz, nos daba las gracias.
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