lunes, 22 de agosto de 1994

MONICIÓN DE SINARCAS

Me ruegan que escriba –veloz- sobre el matrimonio de mi hermano. Y las palabras, improvisadas apenas horas antes [en el rellano del hostal], se muestran con dificultad, un tanto remisas a enfrentarse a institución hoy tan erosionada. Pero escribir, hablarles sobre el amor conyugal que vivirá pronto nuestro hermano resulta, no obstante, alentador, aunque la primera premisa sea que este amor, con total seguridad, no necesita de palabras ni de presentaciones. Tal y como los conocemos, esta querencia es reflejo del amor apasionado de Dios y –probablemente- no tenga otra ley que ésta.

En el Génesis se nos dice que “el hombre dejará a su padre para unirse a su mujer, y los dos serán un solo ser”. Sin soliviantar a Dios, nosotros esperamos, sin embargo, que –en su felicidad- no nos abandonen del todo, ni a su familia ni a sus amigos, y que tampoco pierdan su individualidad, su irrenunciable libertad. Y confiamos en que, contrariando a Balzac, este matrimonio no sea una empresa temeraria, sino, en todo caso, una reafirmación de la fe en Jesucristo, un proyecto ilusionante de vida en común, un, en definitiva, encuentro con el otro que les haga salir de sí mismos y que concluyan en darse todo aquello que ni siquiera conocen.

Porque, como nos dijera San Pablo, si habláramos todas las lenguas de los hombres y de los ángeles, y nos faltara el amor, no seríamos más que bronce que resuena y campana que toca.

Sinarcas (Valencia), agosto de 1994.

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