Monición para la Misa de la Cofradía de Nuestro Señor del Huerto, Domingo de Ramos de 1996
Esta que comienza será nuestra décima Semana Santa. Han pasado casi diez años desde que sentimos la llamada del Señor para un compromiso, quizás diminuto, pero compromiso de corazón, al fin y al cabo. Han pasado los primeros años, el período imberbe de todo propósito, la etapa lozana de nuestro empeño. Pero, a la vez, la época de la esperanza, el decurso del principiante en el seguimiento a Cristo desde este exiguo compromiso.
Es hora, pues, tras sobrepasar este primer período, y tras casi una década en la cual Dios, y a través de él Don Juan, nos permitía insistir y perseverar, sin desfallecer en ese afán de servir en esta Semana Santa y en esta Parroquia, de alcanzar la madurez. Además, durante esta etapa tuvimos a Don Juan. Don Juan nos llamaba la atención casi sin darnos cuenta, de forma sutil, sin contrariarnos, relativizando las cosas. Don Juan nos ofrecía generosamente otros sacerdotes para nuestras confesiones, por si temíamos la confesión con él. Don Juan, pese a nuestros despropósitos, pese a nuestros pecados, nunca nos dirigió una mala palabra, una salida de tono, y eso que no éramos ni somos ejemplos de nada. Sí, es nuestra décima Semana Santa, pero la primera sin él. Para nosotros, para la comunidad parroquial, es una Semana Santa distinta, y Cristo lo sabe.
Por tanto, y con más razón por esta circunstancia, es hora, pues, de crecer y de hacernos maduros en todos los aspectos. Pero no se trata sólo de ser maduros en edad, en experiencia, en inteligencia. Se trata también de ser maduros afectivamente, socialmente, en la fe,... Y la cofradía nos permite madurar socialmente, y debemos aprovecharlo. Se trata de integrarse en un grupo, en una comunidad, sin sentirnos ni menos ni más de lo que somos, con nuestras cualidades y defectos, con lo que aportamos, con lo que no podemos aportar. Hemos intentado, de verdad, que cada hermano-cofrade se sienta parte del todo, que ninguno de nuestros compañeros quede desplazado del sentir propio de la comunidad, que nadie se sienta solo entre tantos. No sabemos si lo hemos logrado.
Es más, hemos intentado caracterizarnos por nuestra coherencia, hemos asumido unos valores y hemos intentado ser coherentes con ellos. En el fondo, la inmadurez consiste en que se dice una cosa y se hace otra. Por eso, no puede haber un compromiso válido donde hay inmadurez. Igualmente en los compromisos con Dios. Ahora se nos exige madurez. Quien elige estar a este lado, sabe que renuncia a alguna cosa, y debe ser capaz de asumirlo, de lo contrario, que no lo elija. Pero tened presente esto: entre dos caminos, quien elige el camino del corazón, nunca se equivoca, es el camino de Cristo.
Esta que comienza será nuestra décima Semana Santa. Han pasado casi diez años desde que sentimos la llamada del Señor para un compromiso, quizás diminuto, pero compromiso de corazón, al fin y al cabo. Han pasado los primeros años, el período imberbe de todo propósito, la etapa lozana de nuestro empeño. Pero, a la vez, la época de la esperanza, el decurso del principiante en el seguimiento a Cristo desde este exiguo compromiso.
Es hora, pues, tras sobrepasar este primer período, y tras casi una década en la cual Dios, y a través de él Don Juan, nos permitía insistir y perseverar, sin desfallecer en ese afán de servir en esta Semana Santa y en esta Parroquia, de alcanzar la madurez. Además, durante esta etapa tuvimos a Don Juan. Don Juan nos llamaba la atención casi sin darnos cuenta, de forma sutil, sin contrariarnos, relativizando las cosas. Don Juan nos ofrecía generosamente otros sacerdotes para nuestras confesiones, por si temíamos la confesión con él. Don Juan, pese a nuestros despropósitos, pese a nuestros pecados, nunca nos dirigió una mala palabra, una salida de tono, y eso que no éramos ni somos ejemplos de nada. Sí, es nuestra décima Semana Santa, pero la primera sin él. Para nosotros, para la comunidad parroquial, es una Semana Santa distinta, y Cristo lo sabe.
Por tanto, y con más razón por esta circunstancia, es hora, pues, de crecer y de hacernos maduros en todos los aspectos. Pero no se trata sólo de ser maduros en edad, en experiencia, en inteligencia. Se trata también de ser maduros afectivamente, socialmente, en la fe,... Y la cofradía nos permite madurar socialmente, y debemos aprovecharlo. Se trata de integrarse en un grupo, en una comunidad, sin sentirnos ni menos ni más de lo que somos, con nuestras cualidades y defectos, con lo que aportamos, con lo que no podemos aportar. Hemos intentado, de verdad, que cada hermano-cofrade se sienta parte del todo, que ninguno de nuestros compañeros quede desplazado del sentir propio de la comunidad, que nadie se sienta solo entre tantos. No sabemos si lo hemos logrado.
Es más, hemos intentado caracterizarnos por nuestra coherencia, hemos asumido unos valores y hemos intentado ser coherentes con ellos. En el fondo, la inmadurez consiste en que se dice una cosa y se hace otra. Por eso, no puede haber un compromiso válido donde hay inmadurez. Igualmente en los compromisos con Dios. Ahora se nos exige madurez. Quien elige estar a este lado, sabe que renuncia a alguna cosa, y debe ser capaz de asumirlo, de lo contrario, que no lo elija. Pero tened presente esto: entre dos caminos, quien elige el camino del corazón, nunca se equivoca, es el camino de Cristo.
No hay comentarios:
Publicar un comentario