Un colega de la isla de La Palma, con el que coincidí en un seminario para
abogados hace casi diez años, me habló una vez con entusiasmo de una fiesta
bastante original que se celebraba en su isla. Me contaba que en La Palma el lunes de
Carnaval los lugareños no se disfrazaban con graciosas alegorías ni con
variados ropajes de distinto pelaje, sino que la mayor parte de la población intentaba
emular a los primeros indianos que abandonaron la isla a finales del siglo XIX
y principios del XX con dirección a Cuba, huyendo de la extrema pobreza que asolaba al
archipiélago cuando las anilinas sintéticas acabaron con el fabuloso negocio de
la cochinilla, entonces el principal producto exportador de las islas canarias,
para luego volver enriquecidos vistiendo sus mejores ropas y portando valiosos
ajuares. La fiesta -puntualizaba el canario- comienza desde muy temprano, aún en
horario matutino, y no tiene hora de cierre, amanece el Martes de Carnaval,
pero ten en cuenta -apostillaba- que el jolgorio -en esto insistía mucho- se
completa con una lluvia sostenida de polvos de talco que entre todos nos
tiramos que logra teñir de blanco la ciudad, un pequeña capital insular de
traza portuguesa o colonial, durante varios días.
La verdad es que siempre albergué la esperanza de conocer aquella fiesta tan singular que me había referido mi colega palmero con tanta pasión. Así que el año pasado decidí que ya había llegado la hora de disfrutar de tan genuina astracanada. Pero no fue fácil preparar el viaje, porque encontrar vuelos para llegar a la isla desde la Península a precios razonables no resulta -por lo general- bastante sencillo. Comprendí, por supuesto, lo que el mismo colega me contaba entonces con cierta desazón: que la isla no terminaba de despegar en la industria turística por problemas de conectividad. Finalmente opté por viajar directo desde Madrid, pese a que si lo hacía con escala en Tenerife el precio -sorprendentemente- era menor (dos vuelos y dos compañías distintas). Con pocas opciones, no tuve más remedio que aterrizar en La Palma el sábado de Carnaval, así que -como no hay mal que por bien no venga- pude disfrutar de otras de las ocurrencias de la población insular, "Los embajadores", una particular bufonada que recrea una recepción consular de cientos de representantes internacionales, que desfilan por su arteria principal, la calle Real.
Por lo demás, hice bien en comentarle a mi viejo colega el viaje con cierta antelación, porque de no ser así no hubiese encontrado un alojamiento relativamente cercano a la fiesta. Me contó que estos días son los únicos a lo largo del año que los establecimientos hoteleros y extrahoteleros de esta "banda oriental" de la isla (allí las zonas van por "bandas") cuelgan el cartel de "completo". El lugar era una pensión modesta, como las de antaño, con escaleras de madera que crujen a su paso, que me recordaba a la parisina que recrea Ninette y un señor de Murcia, la conocida comedia de Miguel Mihura. Pero el establecimiento estaba en el centro de la fiesta, en plena calle principal, justo al lado de la sede del ombubsman canario. Además su nombre hacía honor a la celebración: pensión "La Cubana", así que me encantó el sitio, incluso -pensaba- podría recluirme allí en cualquier momento del jolgorio con ocasión de una contingencia inesperada, un apretón, por ejemplo, o simplemente para refrescarme la cara de los polvos si al final resultaban más molestos de lo previsto.
La verdad es que siempre albergué la esperanza de conocer aquella fiesta tan singular que me había referido mi colega palmero con tanta pasión. Así que el año pasado decidí que ya había llegado la hora de disfrutar de tan genuina astracanada. Pero no fue fácil preparar el viaje, porque encontrar vuelos para llegar a la isla desde la Península a precios razonables no resulta -por lo general- bastante sencillo. Comprendí, por supuesto, lo que el mismo colega me contaba entonces con cierta desazón: que la isla no terminaba de despegar en la industria turística por problemas de conectividad. Finalmente opté por viajar directo desde Madrid, pese a que si lo hacía con escala en Tenerife el precio -sorprendentemente- era menor (dos vuelos y dos compañías distintas). Con pocas opciones, no tuve más remedio que aterrizar en La Palma el sábado de Carnaval, así que -como no hay mal que por bien no venga- pude disfrutar de otras de las ocurrencias de la población insular, "Los embajadores", una particular bufonada que recrea una recepción consular de cientos de representantes internacionales, que desfilan por su arteria principal, la calle Real.
Por lo demás, hice bien en comentarle a mi viejo colega el viaje con cierta antelación, porque de no ser así no hubiese encontrado un alojamiento relativamente cercano a la fiesta. Me contó que estos días son los únicos a lo largo del año que los establecimientos hoteleros y extrahoteleros de esta "banda oriental" de la isla (allí las zonas van por "bandas") cuelgan el cartel de "completo". El lugar era una pensión modesta, como las de antaño, con escaleras de madera que crujen a su paso, que me recordaba a la parisina que recrea Ninette y un señor de Murcia, la conocida comedia de Miguel Mihura. Pero el establecimiento estaba en el centro de la fiesta, en plena calle principal, justo al lado de la sede del ombubsman canario. Además su nombre hacía honor a la celebración: pensión "La Cubana", así que me encantó el sitio, incluso -pensaba- podría recluirme allí en cualquier momento del jolgorio con ocasión de una contingencia inesperada, un apretón, por ejemplo, o simplemente para refrescarme la cara de los polvos si al final resultaban más molestos de lo previsto.
No tenía muy claro cómo debía vestirme para la fiesta, pese a que navegué un buen rato por Internet buscando información, por lo que nada incluí en la maleta desde mi casa con este fin, salvo unos desvencijados zapatos blancos que encontré en un vetusto arcón que heredé de mi madre, y que se supone que alguna vez mi padre se calzó no se sabe muy bien con ocasión de qué. Pero no hacía falta. En aquella ciudad, los días previos e incluso el mismo día de la farra, se puede conseguir toda la ropa que quieras para la farándula y un sinnúmero de accesorios de los más pintorescos. Camisa guayabera, pantalón blanco y sombrero de paja o tipo panamá (aunque ya sabemos que su origen es ecuatoriano) es hoy el uniforme más apropiado, y con el que pasas más desapercibido por ser el más repetido. Luego hay de todo, algunos hombres -por su opulencia- visten mejores ropas, con americanas en tonos beige y distinguidas corbatas de todos los colores, y hasta báculo y leontina en ocasiones. Las mujeres van aún más elegantes que los hombres: todas de vistosas pamelas y de largos trajes de encaje, en tonos blancos o cremas, aunque también nos encontramos con auténticas "negrazas" adscritas al servicio que acompañan a los indianos más prósperos. Es más, el personaje más popular de los festejos no deja de ser una negra venida a más: la Negra Tomasa, cuyo desembarco marca el inicio de la fiesta.
Ya no recuerdo muy bien cuándo me lo pasé mejor, si fue por la mañana, en "La Espera" o "calentando motores" en los chiringuitos, o si fue por la tarde (aunque la fiesta no termina y todavía estaba en pie de madrugada), cuando perdemos visibilidad entre la nube de polvos y la multitud, o si tal vez fue durante el almuerzo, que compartí en una conocida tasca de la ciudad con un grupo de amigos de mi colega. Tampoco me acuerdo de cuántos polvos eché o me echaron, casi todos de talco, por cierto (jeje), ni tampoco de toda la gente que conocí, tanto de fuera como de la isla, y que tan bien me trató, pero aquella original fiesta, sin apenas riñas, sin apenas malos modos, me cautivó de tal forma que este año, pese a la devastadora crisis que nos asola, no he podido, como un indiano más, resistirme a volver.
* Publicada por primera vez en este blog el 13 de febrero de 2013. También en "La posada de los secretos" (Ediciones Balnea, 2014).
Ojalá yo pudiera volver...Cada uno de los sentimientos expresados en esta entrada (y alguno más que alberga mi corazón)fueron vividos por mi el año pasado en la, para mi ya inolvidable, fiesta de "Los indianos". Polvo blanco que blanqueó mi alma, sonrisas cálidas prendadas en mi corazón y multitud de colores de lindos balcones quedarán para siempre en mi retina.No he vivido fiesta más bella, ni ninguna me transportó a otra época tal y como ésta lo hizo. "Los indianos" y los palmeros se adhieren a tu corazón como el polvo blanco a la ropa. Sin duda.
ResponderEliminarAna Isabel Núñez