ROMÁNTICOS

J.J. Rodríguez*
Parece que hoy en día hablar de romanticismo y de románticos es aludir a un ayer que ya no existe ni en las mentes más sensibles y calenturientas. En esta sociedad de consumo brutal en la cual estamos inmersos, parecen no caber los ideales y temperamentos románticos, sino aquellos otros que nos convierten en autómatas e, incluso, en androides.

Hoy no caben los sentimientos, sufridos o no, no caben las divagaciones acerca de la felicidad, no caben los anhelos de sincera amistad, ni tan siquiera caben las odas, las elegías y todas aquellas canciones a la sensualidad y a la sensibilidad que ayer urgían en las impías almas de los terrestres.

El romántico es, entonces, un pasado en el tiempo, un “yanqui en la Corte del Rey Arturo” pero a la inversa; es decir, un personaje de la “tabla redonda” en nuestro tiempo. El romántico es aquel que siempre encuentra tiempo para su meditación, para sus reflexiones acerca de la vida, de la felicidad, del amor o acerca de cualquier otra hermosa palabra que hoy apenas brota de nuestra boca, de los habitantes de este planeta. ¿Seremos sólo eso, habitantes?

La pena corrosiva, la nostalgia lacrimosa y el amor imperecedero son las notas fundamentales de la sinfonía musical del romántico, amigo de los sentimientos y de los sueños. El romántico es el soñador por antonomasia; vehemente unas veces, sereno y campechano otras, pero nunca ignominioso ni omnisciente, sólo sentimental, sensual y reflexivo.
Antónimos de los autómatas y rígidos individuos, los románticos permanecen, aunque muchos los consideren extinguidos, en este mundo de idiotas sarcásticos, abogando con fehaciente actividad intimista por ese otro mundo donde ser romántico signifique ser persona.


[1] En el periódico del Instituto Alonso Pérez Díaz, noviembre de 1983 (16 años).