domingo, 19 de abril de 1992

DESDE LA TERNURA

J.J. Rodríguez-Lewis
Publicado en La Gaceta de Canarias, el 19 de abril de 1992

Ya estaba cansado de luchar. Habían transcurrido tres largos años de batallas, de ofensivas plagadas de un amor encarnecido. Una extensa guerra que apenas trajo victorias. La mayor parte, casi toda ella, fueron esperanzas amputadas de raíz, tímidas voluntades defenestradas, giralunas más que girasoles. Sí, ya estaba cansado de luchar. Completamente rendido ante la impotencia de su constancia, sobre todo, ante la ligereza del parecer humano, ante el amor maltratado por presunciones solitarias.

Y optó. Optó por la vida superficial, por el placer breve, por el hedonismo más sangrante. Le pareció, sin duda, que el encuentro con el sentimiento, la poesía con la que convivía, el sincero y exultante palpitar de un corazón enamorado, era vivir muriendo, adelantar geriátricamente el sufrimiento cuando apenas contaba diecinueve años. En aquellos momentos, su pensamiento no abarcaba extensas etapas de su acontecer vital como, tontamente decía, abarcaba con anterioridad. Vivía el presente, quizá el futuro próximo, pero renunciaba completamente del resto de sus días. Era lo fácil, vivir el presente a través de esas satisfacciones mundanas que le iban convirtiendo en un maniatado, en otro yo determinado por las circunstancias del pasado.

Y, he aquí que apareció aquella mujer. Encontró en ella un ayer olvidado pocos meses atrás, una sincera vivencia del sentimiento que creía anacrónica y que le parecía que era él el único que la practicaba. Una especie de “yanqui en la corte del Rey Arturo”. Precisamente fue ella quien le hizo comprender lo equivocado de su camino, lo fatuo y trivial de su conducta. Vivió en aquella mujer el anhelo de sobrevivir a una experiencia marcada por la desesperanza y el desasosiego. Volvió a su mundo, aquel tan vivido y tan llorado. Mas era su mundo, y ella se lo hizo entender. Pero, sin bien retornó a ese su camino machadiano del cual aún le restaban muchos pasos que andar, lo hizo con el determinismo de la etapa de las breves satisfacciones. Sin darse cuenta, regresó sin la libertad de su adolescencia sentida, crispado por otros encuentros antaño tan dolorosos.

Hoy, al contrario, volvía a ella, libre. De verdad convencido de que su vida sin tenerla a su lado sería vacía, inevitablemente mortecina. Con un solo límite a su libertad: ella misma. Ya lo dijo Cernuda: “... libertad no conozco que la libertad de estar preso en alguien...”.

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