domingo, 24 de mayo de 1992

CRISTALES ROTOS

J.J. Rodríguez-Lewis
Publicado en el suplemento de La Gaceta de Canarias, "Domingo tras Domingo", nº 126, el 24 de mayo de 1992.

Todos los días, al caer la tarde, vislumbrábamos su cara a través de un deteriorado ventanuco en lo más alto de su casa. Se acercaba a la luz para mirar, triste, los árboles desgastados de los otoños machadianos.

Elsa (o Cristina, qué más da) era hija única, y no tenía más de catorce años. Estudiaba en un colegio privado, concertado, pero privado, en las afueras de la ciudad. De ordinario, su indumentaria consistía en el uniforme del colegio: camisa blanca y falta escocesa en tonos grises, muy similar al de los centros de las MM. Dominicas. Sus ojos, de un azul intenso y profundo, adivinaban una existencia límpida, sin tacha, pero de heridas aún abiertas.

En el pequeño y coqueto pabellón escolar la vimos por primera vez. Teníamos partido. La sensación que nos invadía era casi indescriptible, una amalgama de tensión, nervios, ilusión... y hasta de miedo. Se trataba de un campeonato nacional al otro lado del país. Antes del nuestro, se disputaba otro partido. Llegamos pronto a las instalaciones y nos sentamos en el escalón más alto de las gradas situadas tras la canasta más próxima a la puerta de entrada. La grada lateral (sólo había una) estaba repleta de "colegialas" uniformadas. Pronto buscamos un punto de referencia en el público, y sin saber por qué, aquella chica se convirtió en ese objetivo que demandábamos. Restaban aún casi diez minutos para que el partido finalizase. Y ya se sabe que, en baloncesto, diez minutos es mucho tiempo. Desde que la vimos, apenas pudimos dejar de mirarla. Por eso, pese a la distancia que nos separaba, ella se percató del juego e intermitentemente comenzó a mirarnos. Nuestra timidez imberbe, rayana lo paranoico, reprimía nuestros legítimos anhelos al menos de sonreírle. Ella, en cambio, sí que lo hizo en alguna ocasión. ¿Era la Virgen? no, pero se le parecía.
Entonces empezó nuestro momento. Intuirla observándonos nos ponía excesivamente nerviosos. Así que nos propusimos relajarnos, aprovechando los ejercicios de calentamiento. Y casi lo logramos. No hicimos un gran encuentro y el equipo contrario, mucho más avezado que nosotros, nos ganó fácil. Pero, a partir de aquel partido, la vimos siempre en todos nuestros encuentros. No ganábamos, pero sufríamos más por defraudarla a ella que a nosotros mismos. Nosotros ya habíamos cumplido sobradamente con acceder a la fase nacional. Cada noche soñábamos con el partido siguiente, acaso más con verla otra vez.

Llegó, por fin, el último encuentro. Con anterioridad, y como siempre, estuvimos cruzando miradas todo el tiempo. Elsa se arropaba junto a sus compañeras, lo que impidió (los osados no abundaban) que nos acercáramos  para conocerla. Enseguida se lanzó el balón al aire. Nuestra primera canasta –casi todos nos fijamos- la aplaudió a rabiar. Los primeros tiros libres del contrincante los silbó enérgicamente. No había duda, y pese a las derrotas precedentes, estaba de nuestro lado. Jugábamos bien y sus ojos, ya húmedos, irradiaban felicidad.

El partido fue muy igualado hasta el final. Y nuestra fan número uno sufría tanto o más que nosotros mismos. Entramos en los últimos treinta segundos perdiendo por un punto, pero con posesión de balón. El entrenador –era obvio- indicó una sola jugada. Movimos el balón hasta agotar prácticamente el tiempo que restaba, y en los últimos diez segundos buscamos un lanzamiento fácil de nuestro base, el compañero más seguro en momentos comprometidos. Mas su tiro fue taponado, y el rechace vino a mí con el tiempo justo para mirarla (se persignaba) y lanzar sin oposición.

Acerté. Alborozados, nos abrazamos todos, mientras ella lloraba. Fue la última vez que la vimos. Aún continuamos imaginándola tras aquel ventanuco en lo más alto de su casa, divisando, no tan triste, los árboles desgastados de los otoños machadianos.

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