domingo, 21 de junio de 1992

LA GUERRA MÁS TRISTE

J.J. Rodríguez-Lewis
La Gaceta de Canarias, 21 de junio de 1992

Los navíos hacían fuego sin interrupción. La ciudad, sola, se batía en un mar de llamas de incandescencias perturbadas. Yo yacía exhausto e impresionado, como si contemplara fantasmas. Había que verme. La situación se hacía cada vez más insostenible. Mi familia había abandonado muy pronto el carbonizado habitáculo donde sobrevivía y buscaba refugio en la otra parte de la ciudad, aún virgen del bombardeo. Las mujeres supervivientes corrían histéricas por entre cadáveres y restos de romas edificaciones. Mis castigadas ideas se dirigían hacia una luz que adivinaba espantosos episodios por venir, cuya visión casi cegaba mis ojos. La pregunta surgía por sí sola. Era la guerra, pero ¿qué guerra?.

Me incorporé a la verdad. ¡Ella! ¿dónde estaba?. Me apresuré a buscarla, aunque lo hice más como un escéptico vagabundo que como un riguroso celador con espada de mosquetero enamorado. Mi confundida cabeza se planteaba en silencio la previsión de esperarla. Podía aparecer en cualquier momento, dado que estaba en aquel parque de flores silvestres donde nos habíamos conocido hacía más de diez años. El estruendoso ruido de las bombas que no cesaban de caer (se habían incorporado aviones de combate) estuvo a punto de conseguir que enloqueciera. Pese a ello, pronto me sobrepuse, pero, sin embargo, continuaba sin entender nada. Era la guerra, pero ¿qué guerra?.

Abatido por el cansancio y cierta desidia caí al duro asfalto ensangrentado. El fuerte golpe terminó por cerrar bruscamente el pequeño haz de luz que languidecía en mi mente. Tiempo después (unos minutos, una hora..., quizás un lustro), desperté fluido de lúcidos pensamientos. Indagué a la primera persona que me encontré, a aquella que parecía cuidarme. Sí, era la guerra, pero ¿qué guerra?. Le insistí varias veces. La guerra del odio, del egoísmo escarlata, me contestó entre sollozos aquel hombre que, en un principio, hasta llegó a inquietarme por su cadavérica expresión. Estábamos solos en una ruinosa habitación que todavía permanecía de pie, junto a una estatua de un antiguo ministro de Asuntos Exteriores ya fallecido. Pronto me sirvió una taza de café hirviendo muy cargado que, de inmediato, puso en alerta mis más profundos sentimientos, hasta ahora aletargados por el tiempo transcurrido desde que aquella masacre había comenzado. ¡Ella! ¿había caído?. No la he encontrado -le dije. Su mirada lánguida y expresiva me contestó sin necesidad de emplear palabra alguna.

Al instante, estaba en la calle. Seguían bombardeando la ciudad con enormes proyectiles de envidias y vanidades en absoluto inesperadas. Recorrí dando tumbos toda la localidad. Busqué hasta en los lugares más singulares y hediondos. Y cuando ya luchaba, casi rendido, contra la desesperanza, la encontré. Sin embargo, mis ojos creyeron verla cadáver de la soberbia. Así que me dirigí a ella medroso, con comedimiento. Tenía miedo de haberla perdido para siempre. Mas no hablaba. Tímida y recelosa por la avalancha de pecados capitales por ella soportados, se fue acercando a mí un tanto asustada, como atormentada. Juntamos las manos. Uníamos el ideal. Se podía luchar por la paz. Confiaba.

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