domingo, 20 de septiembre de 1992

GARAUDY

J.J. Rodríguez-Lewis
Publicado en La Gaceta de Canarias, el 20 de septiembre de 1992

He releído los últimos días, postreros también de las vacaciones, un libro fantástico y comprometido que se titula Palabra de hombre (Parole d'homme, 1975), del filósofo y político francés Roger Garaudy. Este escritor galo forma parte de una pléyade de escritores que han sido simultánea y sucesivamente fundamentales en mi proceso de madurez emocional e intelectual. Sin duda, todos sus libros, y en especial el que he citado, han abierto durante mi adolescencia y primera juventud horizontes insospechados que los libros de textos no alcanzaban. Lástima por los libros escolares, puesto que convivimos con ellos durante muchos años.

Garaudy era un auténtico revolucionario. Su cristiano-marximo fue todo un bombazo en su momento. Nacido en vísperas del estallido de la Primera Guerra Mundial (1913), debió (por generación e ideología) ser hijo de Rosa Luxemburgo. Pero sí que fue activo militante comunista durante gran parte de su vida. No en vano, fue miembro destacado del Comité Central del partido comunista francés y director del Centro de Estudios e Investigaciones Marxistas. Sin embargo, su reformismo ideológico provocó su expulsión del partido en 1970. En 1982 se convirtió al Islam y desde 1987 se enamoró de la Córdoba del califato.

Palabra de hombre, quizás el libro que más veces he leído, no es más que una colección de reflexiones sobre determinados temas tratados discrecionalmente por el autor hasta en su extensión. Así, apenas dedica una cita al placer, al pasado o al presente, por ejemplo. La felicidad y el futuro es, en definitiva, lo que da sentido a estos últimos. A la edición, por cierto, le tengo un enorme aprecio. La editorial es "Cuadernos para el Diálogo" y su traducción la suscribe el tristemente desaparecido (y si se puede ser, cristiano-marxista como él) padre José María Llanos. El libro empieza con la siguiente sentencia: “Aprender a ser joven exige un largo aprendizaje”. ¡Y tanto! Es más, creo honradamente que nunca se aprende definitivamente a serlo. Incluso dejamos de ser jóvenes sin conseguirlo. Pero Garaudy, sin quererlo, ya estaba acelerando mi aprendizaje.

El escritor francés me ayudaba también en el proceso -ciertamente difícil- de comprensión del amor humano. Para Garaudy, el amor nos incita a salirnos de nosotros mismos, a sobrepasar nuestras propias fuerzas, a dar al otro eso que hay en nosotros que ni siquiera conocemos. Y apuntaba (textualmente): “El amor comienza cuando se prefiere al otro y no a sí mismo y cuando se reconoce su diferencia y su indescriptible libertad. Aceptar que en el otro viven otras presencias, además de la nuestra, no pretender creernos imprescindibles en sus necesidades y en sus preocupaciones, no significa resignarse a la infidelidad a costa nuestra, es querer, ante todo, como la mayor prueba de amor, que el otro sea fiel a sí mismo”.

Garaudy es, encima, un filósofo asombrosamente comprensible para nosotros. Ya sabéis que estamos lamentablemente acostumbrados a no entender, o a hacerlo con extrema dificultad, a los que llamamos filósofos. En él, por el contrario, encontramos un lenguaje sencillo, un verdadero interés por llegar, por hacerse entender con naturalidad. En definitiva, entre las lecturas de este verano casi finalizado y sin que sirva de precedente (aunque debería), no debe faltar este escritor francés, y más si no lo conocen. Yo lo he experimentado, y estoy en condiciones de asegurar que no os defraudará.

Nota posterior: Garaudy falleció el 16 de junio de 2012.

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