Publicado en La Gaceta de Canarias, el 10 de enero de 1993
Fui fundador, hace unos cuantos años, de una entrañable asociación juvenil. La habíamos estado barruntando algunos años antes y un día por fin se hizo realidad. Luego, lo que nos costaba (económicamente) mantenerla, se convirtió en tarea de titanes. Pero no tiramos la toalla tan fácilmente. Recuerdo que llegamos a organizar guateques todos los días durante un verano para poder hacer frente al alquiler del local que se elevaba a veinte mil pesetas. Tanta fiesta hubo que las cerradas mentes de nuestras vecinas bautizaron nuestro esperanzador Club de la Cultura, con su frase más sencilla, "puticlub". Imbéciles, no puedo recordarles de otra forma.
l
El asociacionismo juvenil siempre ha sido una asignatura pendiente de toda política de juventud. Lo era cuando nosotros nos pusimos manos a la obra, y lo sigue siendo ahora. Más cuando existen mentes tan “subdesarrolladas”. No puedo olvidar que con aquella asociación, de nombre guanche por supuesto, había nacido la esperanza de un futuro en perfecta comunión de ideas y de proyectos. Y ésto, claro, podía ser peligroso, no en vano el arte de conducir a los hombres no es más que el arte de asociar sus ideas, decía el cardenal francés Retz. Todo aquello creaba en nosotros una auténtica y buscada amistad duradera, un deseo, una ilusión compartida, los anhelos de unas cabezas descarnadamente activas.
Nos creíamos paladines de un futuro más racional y más romántico, y renegábamos de quienes no nos seguían. Y así decíamos que los que pasaban de nosotros no eran más que las horas cansinas de un día cualquiera, en el cual la aurora y el crepúsculo, nosotros, luchábamos por la continuidad del mundo. Eran tiempos críticos de guerra fría y, por tanto, nuestro pensamiento, aunque pretensioso, no era descabellado.
Pensábamos que ya era hora de que los jóvenes (tras la utopía del 68) comenzaran a participar, a intervenir, a conformar como parte activa la propia sociedad, dando fe con nuestra actividad de las peculiaridades que nos afectaban y de otras formas de entender el desarrollo histórico y vital de los acontecimientos. Incluso, su inauguración llegó a significar la gran oportunidad para disfrutar de una amalgama de sueños, de realizaciones, que confortarían el desarrollo integral de las personalidades individual y colectiva de todos nosotros.
Recapitulando. Es verdad que pocas fueron las ilusiones que cristalizaron. No obstante, puedo certificar que mereció la pena. No os desaniméis.
Fui fundador, hace unos cuantos años, de una entrañable asociación juvenil. La habíamos estado barruntando algunos años antes y un día por fin se hizo realidad. Luego, lo que nos costaba (económicamente) mantenerla, se convirtió en tarea de titanes. Pero no tiramos la toalla tan fácilmente. Recuerdo que llegamos a organizar guateques todos los días durante un verano para poder hacer frente al alquiler del local que se elevaba a veinte mil pesetas. Tanta fiesta hubo que las cerradas mentes de nuestras vecinas bautizaron nuestro esperanzador Club de la Cultura, con su frase más sencilla, "puticlub". Imbéciles, no puedo recordarles de otra forma.
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El asociacionismo juvenil siempre ha sido una asignatura pendiente de toda política de juventud. Lo era cuando nosotros nos pusimos manos a la obra, y lo sigue siendo ahora. Más cuando existen mentes tan “subdesarrolladas”. No puedo olvidar que con aquella asociación, de nombre guanche por supuesto, había nacido la esperanza de un futuro en perfecta comunión de ideas y de proyectos. Y ésto, claro, podía ser peligroso, no en vano el arte de conducir a los hombres no es más que el arte de asociar sus ideas, decía el cardenal francés Retz. Todo aquello creaba en nosotros una auténtica y buscada amistad duradera, un deseo, una ilusión compartida, los anhelos de unas cabezas descarnadamente activas.
Nos creíamos paladines de un futuro más racional y más romántico, y renegábamos de quienes no nos seguían. Y así decíamos que los que pasaban de nosotros no eran más que las horas cansinas de un día cualquiera, en el cual la aurora y el crepúsculo, nosotros, luchábamos por la continuidad del mundo. Eran tiempos críticos de guerra fría y, por tanto, nuestro pensamiento, aunque pretensioso, no era descabellado.
Pensábamos que ya era hora de que los jóvenes (tras la utopía del 68) comenzaran a participar, a intervenir, a conformar como parte activa la propia sociedad, dando fe con nuestra actividad de las peculiaridades que nos afectaban y de otras formas de entender el desarrollo histórico y vital de los acontecimientos. Incluso, su inauguración llegó a significar la gran oportunidad para disfrutar de una amalgama de sueños, de realizaciones, que confortarían el desarrollo integral de las personalidades individual y colectiva de todos nosotros.
Recapitulando. Es verdad que pocas fueron las ilusiones que cristalizaron. No obstante, puedo certificar que mereció la pena. No os desaniméis.
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