viernes, 25 de diciembre de 1992

LA DECEPCIÓN ANTE LA GUERRA


J.J. Rodríguez-Lewis
Publicado en el suplemento de La Gaceta de Canarias, "Domingo tras Domingo", el 25 de octubre de 1992


Cuando hablamos de una decepción, ya sabemos todos a que nos referimos. No es preciso ser un fanático de la compasión; puede muy bien reconocerse la necesidad biológica y psicológica del sufrimiento para la economía de la vida humana y condenar, sin embargo, la guerra, sus medios y sus fines, y anhelar su término.

Y el conflicto bélico que se desarrolla en la siempre problemática península balcánica, concretamente en la extinta Yugoslavia, sospecho que nos ha decepcionado a todos. Creíamos, tras la segunda guerra mundial, y con razón, que la guerra en Europa sería ya imposible. Estábamos preparados a que la Humanidad se viera aún, por mucho tiempo, envuelta en guerras entre los pueblos primitivos y los civilizados, entre las razas diferenciadas por el color de la piel e incluso entre los pueblos menos evolucionados o más involucionados del mundo. Pero de las naciones de raza blanca del viejo continente se esperaba que sabrían resolver de otra manera sus diferencias y sus conflictos de intereses. Es más, estábamos convencidos de que los pueblos que conformaban estos países (serbios, croatas, bosnios, macedonios y montenegrinos, entre otros) habían adquirido comprensión suficiente de sus elementos comunes y tolerancia bastante de sus diferencias para no fundir ya en uno sólo, como sucedía en la antigüedad clásica, los conceptos de extranjero y enemigo.

Mas es obvio que los yugoslavos no habían adquirido la comprensión y tolerancia suficiente. Es evidente asimismo que en la construcción de Europa no sólo existe una Europa de dos velocidades. Habría de concluir sin ningún rubor que existe una Europa de dos velocidades (dos Europas con velocidades distintas) y  otra, además, de marcha atrás. Porque incontestablemente Yugoslavia no es más que un gran paso atrás en los sueños de Schumman, para quien “Europa no era más que hija de la necesidad”, y una amarga fístula en los bajos del viejo continente.

Se preguntaba Freud en 1915 (recién estallada la Gran Guerra) por qué los pueblos y las naciones se despreciaban, se odiaban y se aborrecían unos a otros, también en tiempos de paz. Y apuntaba que en este caso sucedía precisamente como si todas las conquistas morales de los individuos se perdieran al diluirse en una mayoría de los hombres o incluso tan sólo en unos cuantos millones, y sólo perdurasen las actitudes anímicas más primitivas, las más antiguas y más rudas. Estas lamentables circunstancias serán, quizá, modificadas por evoluciones posteriores. Quizá...

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