J.J. Rodríguez-Lewis
Publicado en Diario de Avisos, el 9 de noviembre de 1998
Recientemente he conocido la noticia del fallecimiento de don Manuel Febles, Maestro de Escuela. Durante años, aquellos que fuimos sus alumnos en las postrimerías de su buen quehacer como educador, entre los años 1974 y 1977, tuvimos la pretensión de organizarle un bien merecido homenaje. Motivos de los más variados, en especial, la propia dificultad de aunar a tantas personas que, además, han seguido caminos tan diferentes, provocaron que nunca se lograra culminar aquella honda aspiración.
No obstante, su muerte (quizás producto de otras que le precedieron en período reciente en su familia), en silencio y desapercibida para muchos, incluida la comunidad educativa, no puede pasar inadvertida para mí y para aquel curso del 74, que inauguraba el colegio Anselmo Pérez de Brito en la carretera del Galión de Santa Cruz de La Palma, y cuyos linderos con el cementerio municipal lo hizo muy popular entonces.
En este sentido, el colegio A.P.B. (el tiempo y la tendencia a abreviar ha impuesto sus siglas, en perjuicio del excelso abogado garafiano que dirigió y ganó el pleito contra los regidores perpetuos en 1773, de quién tomó su denominación) nació y creció en sus primeros años gozando del magisterio insigne de don Manuel Febles, a quien rodeaba un excelente claustro de profesores.
Con don Febles, aquellos educandos imberbes del curso del 74 conocían la transición desde el régimen anterior a la democracia actual sin traumas, como corresponde en niños de entre siete y once años. Durante tres entrañables cursos académicos nuestro maestro era el mejor paradigma de la educación, sin caer en la petulancia, de la honestidad, sin síntomas de falsa modestia, de la elegancia, sin cursilería, del “saber estar” y de la rectitud, sin ser vehemente. ¡Cómo conseguía que la clase se autocontrolara ! Un guiño a tiempo, una mirada aviesa,...
Con mayor razón (“a fortiori”, diríamos los juristas), no puedo obviar lo importante que ha sido don Febles (en este caso, como con don Jacinto Benavente, el tratamiento forma parte del nombre) en mi propia formación, la manera en qué contribuyó a crear en mí un anhelo, un ansia de aprender y de superación. Decía Horace Mann, un educador estadounidense del siglo XIX, que “el maestro que enseña sin inspirar a su discípulo el deseo de aprender machaca en hierro frío.”. Y de esos conocemos muchos. Don Febles era el modelo de lo contrario, de inspirar, de inculcar el deseo de saber.
Sé que muchos de mis compañeros de aquellos años (todos rondamos los treinta y pocos) les hubiese gustado culminar aquella intención, hoy frustrada acaso por nuestra propia pereza, de homenajearle, de rendirle el merecido tributo. Sin embargo, creo que aquel curso del 74 me permitirá esta licencia para actuar como su portavoz, con el propósito de, en su nombre, dar las gracias de corazón a nuestro insigne enseñante y hacerle llegar, allá donde esté, nuestro legítimo orgullo por haber sido sus discípulos.
Si creyéramos como Horace Mann que “es bueno pensar rectamente, es divino obrar así”, para don Febles, el reino de los cielo, donde su espíritu hoy reposa, se le habría abierto con mucha anterioridad a su muerte. R.I.P. Don Febles, Maestro.
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