Leo, en estos momentos, una novela titulada “La ira del fuego”, una trilogía del escritor sueco Henning Mankell, que me regaló una amiga hace pocos meses. Relata la historia (en gran parte real) de Sofía, una niña que, con apenas 11 años, perdería las dos piernas (y a su hermana) al pisar una de las tantas minas antipersonas que campan en suelo mozambiqueño, a tiro de piedra de Sudáfrica y Swazilandia. El relato es desgarrador, genera zozobra y relativiza los problemas cotidianos del mundo desarrollado.
Resulta trágico que todavía existan millones de estas minas diseminadas por muchos países del tercer mundo (Colombia, Irak, Afganistán, Nepal, Sri Lanka, Laos, Camboya, la república rusa de Chechenia, Angola o Bosnia-Herzegovina, entre otros). Son secuelas de antiguas guerras, en teoría ya superadas, pero que amenazan a la población civil, sobre todo a los niños, que juegan, como Sofía, cerca de estos campos minados sin advertir el peligro real que les acecha. Anualmente más del 20% de las miles de víctimas de esta mortífera arma son niños, que o bien mueren o bien quedan mutilados de por vida por una razón aparentemente azarosa, aunque, a decir verdad, también por cierta irresponsabilidad de los gobiernos del tercer y primer mundo.
Desde la Convención de Ottawa, en vigor desde 1999, la mayor parte de los países de este planeta se han comprometido en la limpieza de estos suelos, plagados de minas extrasensibles, y a no producir ni almacenar este tipo de explosivo, pensado para socavar la moral del adversario. Un lesionado, un mutilado es una carga más pesada para un país que una persona muerta, esta es la máxima. La novela de marras, por cierto, también aborda otro infierno que padece el continente africano, el sida (de lo que muere otra hermana de la protagonista), que asimismo castiga a muchos países en vías de desarrollo y hurga en la herida de su normalización.
Es inevitable pensar en los niños en Navidad. Por eso, esta época ha de servirnos para mirar un poco más allá de donde alcanza nuestra vista, focalizando nuestra preocupación en países donde apenas sobrevive la esperanza. Debemos promover, desde nuestra comunidad o país, un mayor compromiso con el desmantelamiento de estos espacios de muerte, una mayor contribución a que estos cementerios de vivos se clausuren lo antes posible, para que así, a muchos niños -por lo general, pobres- no les amputen de raíz su ya de por sí delicado futuro.
Me parece que deberían recordarnos dia sí y otro también, todas estas secuelas que dejan los conflictos bélicos y lo peor hechas por el ser humano que no camina por el sendero de la PAZ.
ResponderEliminarJJ,graciaspor esta maravillosa entrada, que casi dos años después de haberla escrito sigue plasmando una realidad en laque hoy por hoy siguen apareciendo víctimas, tanto de las minas antipersonas enterradas en zonas de conflictos bélicos, como de los experimentos que se siguen haciendo con enfermos de sida en paises como Africa, donde no hay más esperanza q la de q amanezca un día màs...NO LOS PODEMOS OLVIDAR!!!...
ResponderEliminarGracias por tu sensibilidad hacia "nuestros olvidados"..un abrazo