Me encontré con Alma hace pocos días al salir del trabajo.
Aunque quizá deba decir: me reencontré con Alma, porque Alma y yo siempre
mantuvimos una conexión especial desde primaria, una de esas conexiones
“amarillas” de las que con tanto acierto habla Albert Espinosa. Con el tiempo –después
compartimos también secundaria y bachillerato-, llegamos incluso a convencernos de que
estábamos unidos por ese legendario hilo rojo de la tradición china, una fina hebra imperceptible que nos mantiene asidos de por vida por mucho que nuestras peripecias personales se separen y sigan caminos diversos.
Recuerdo la muñeca rota que aquella anciana mujer, a su muerte, le regaló –¿se llamaba doña Nati?- y que, al principio, tanto le
disgustó. También la nota que la acompañaba, que le advertía de que allá donde estuviese su corazón, encontraría su tesoro. Aquella nota le compelía a seguir su leyenda
personal, a perseguir ese propósito de vida donde la felicidad le esperaba. Era el
consejo de los indios mayas guatemaltecos: “Cuando tengas que elegir entre dos
caminos. Pregúntate cuál de ellos tiene corazón. Quién elige el camino del
corazón no se equivoca nunca”. Y así,
cuando terminó sus estudios de Medicina, Alma no dudó en incorporarse a Médicos
del Mundo, y pronto se fue a “trabajar”, a ayudar en un país
devastado por la guerra como Mozambique. Se instaló en un pequeño hospital del interior, a quinientos
kilómetros de Maputo, donde fue feliz entre la miseria, donde se hizo fuerte con la
adversidad. Allí confirmó lo que doña Nati le había querido explicar cuando le legó con tanto cariño aquella muñeca a la que le faltaba un brazo:
que las cosas no son perfectas, que las cosas son especiales. Entre bantúes encontró a muchas personas lisiadas, enfermas, imperfectas… pero que, al cabo de su
historia, eran ¡tan especiales!
Alma había vuelto por su madre. Habían pasado
más de diez años desde la última vez que la había visto. Su madre vivía en la misma residencia de ancianos construida durante la Transición en la que había trabajado como limpiadora. El centro, al principio, solo
aceptaba a personas válidas, pero desde hace algún tiempo permitía el ingreso de personas dependientes. Su madre, que con más de 80 años conservaba una lucidez
envidiable, había acabado postrada en una silla de ruedas, que la limitaba en
extremo. Alma pensaba que ahora su corazón estaba aquí, y no en Mozambique o en
la India a donde se había trasladado más tarde. En estos instantes de su vida era su madre la que se le
aparecía con nitidez en su particular “dharma”.
Me contó que probablemente se quedaría en
la isla si conseguía plaza en el Hospital insular. En realidad, nada le ataba a
ningún sitio que no fuera este. Hacía más de ocho años que se había divorciado,
y no tenía hijos. Yo estaba convencido de que aquel “reencuentro” no era
casual, que el universo había tenido algo que ver, que de alguna forma habíamos tirado
los dos –cada uno de un lado- de ese hilo rojo que nos mantenía unidos desde la
niñez.
Alma era capaz de ver más allá de las apariencias. Los consejos de doña Nati y su experiencia con Médicos del Mundo la habían convertido en una persona que no prejuzgaba, que se interesaba de verdad por el otro, precisamente por eso, por ser otro, y que no se limitaba a oír, sino que escuchaba con atención. Alma sabía que cada persona podía esconder en su interior talentos insospechados. Decía Víctor Hugo que la realidad es el alma, que el cuerpo humano es solo la apariencia. Su nombre ya era premonitorio.
Alma era capaz de ver más allá de las apariencias. Los consejos de doña Nati y su experiencia con Médicos del Mundo la habían convertido en una persona que no prejuzgaba, que se interesaba de verdad por el otro, precisamente por eso, por ser otro, y que no se limitaba a oír, sino que escuchaba con atención. Alma sabía que cada persona podía esconder en su interior talentos insospechados. Decía Víctor Hugo que la realidad es el alma, que el cuerpo humano es solo la apariencia. Su nombre ya era premonitorio.
La llamé al cabo
de una semana. No quería importunarla antes. Me confirmó que se quedaba en la
isla. Le propuse recorrer los lugares de nuestra infancia y de nuestra
adolescencia. No dudó en aceptar la invitación. Me dijo que a mí no podía
negarme nada, que realmente éramos una suerte de “amarillos especiales” y que
siempre me había tenido presente, incluso en los momentos más difíciles, tanto en
Mozambique como en la India. A partir de entonces me sentí en paz. Era difícil no
estarlo con Alma cerca. Cuando se es feliz de verdad -y Alma lo era-, es fácil contagiar la
felicidad.
*"Alma" es un cuento escrito por María D. Pérez, y publicado por el Cabildo de Gran Canaria en el marco del proyecto Gran Canaria Accesible. Relato delicado y con alma, que recomiendo. Esta entrada resalta sus puntos en común con "La posada de los secretos" y se recrea en su personaje principal, ya de mayor. Es mi pequeño homenaje al tierno y certero relato de María D. Pérez.
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