Siempre me fascinó la palabra "esperanza". Es una voz que seduce apenas pronunciada, bella por sí sola, preñada de connotaciones positivas. Pero,
independientemente de consideraciones formales o estéticas y de su
significación teológica, la esperanza resulta quizás el más grande
de nuestros incentivos, la estrella de los estimulantes. El propio Nietzsche afirmaba que la esperanza era
un estimulante vital muy superior a la suerte. Hasta
cuando esperamos que en alguna ocasión la
suerte nos sonría, en su más diversas formas, hablamos de esperanza, la ilusión del mañana.
La esperanza es a
veces lo único que le queda al más menesteroso, al menos favorecido, o incluso
al acostumbrado a la decepción crónica, sobre los que actúa normalmente
como un bálsamo, como un eficaz paliativo, como funcionan también los sueños,
acaso la simple concreción de la esperanza. Mencken, un escritor estadounidense de principios del siglo XX,
decía que la esperanza era la creencia patológica en la materialización de lo imposible.
Pero confiar en que es posible lo que deseamos, como -palabras más, palabras
menos- la define la RAE, no parece ser ni un estado patológico ni focalizado en
lo inalcanzable. Mas con la esperanza ocurre como con los sueños: no se puede
vivir siempre de ella. En ese caso, sí que podría derivar en un comportamiento enfermizo
poco recomendable. Benjamín Franklin
llegó a asegurar que el que vive siempre de esperanzas muere de sentimientos.
Pero la esperanza es
sana por naturaleza y constituye, en realidad, el reverso del temor y del miedo,
emociones que tanto lastran nuestras aspiraciones y nuestras decisiones, a las
que va ligada en una constante lid, en una permanente lucha. Se trata, en
definitiva, de una especie de hipoteca de la felicidad, que solicitamos sin
aval, y que necesitamos para seguir viviendo con alegría, para continuar
creciendo con paso firme. Y comulga poco, por cierto, con la impaciencia, porque, otra cosa
no, pero siempre vence a largo plazo.
La esperanza es,
pues, una cuestión del alma, y no del cuerpo. Y está más cerca del corazón que
de la cabeza. Por eso un hombre sin esperanza no puede ser un hombre bueno, o
al menos un hombre joven y sano. Como alguien dijo una vez: la vejez no es
triste porque cesan nuestras alegrías sino porque acaban nuestras esperanzas (Richter).
Esperanzas (Pecos, 1978)
Me alegro de que recuperes este espacio. Me ha gustado mucho. Saludos
ResponderEliminarA veces cuesta mantenerla!!! Felicidades por el artículo!!!!
ResponderEliminarPero cuando se pierde... qué difícil es volver a recuperarla!
ResponderEliminar¡¡Qué bonito mensaje sobre la esperanza!!. Y no hagamos caso a las palabras de Richter, sino a las de Picasso: Uno es joven hasta que se muere.
ResponderEliminarMensaje con esperanza, ¿no?
No pierdo la esperanza de que nos deleites con tus entradas con más asiduidad. Besos, J.
Ese sentimiento o estado de ánimo es algo que debemos tener y que, cuando se pierde, entonces podemos decir que se ha perdido la confianza de que se espera lo que se desea, algo que debe estar en las personas.
ResponderEliminarDicen que: la esperza es querer que algo suceda, la fe es creer que va suceder y la valentia es hacer que suceda y como diría (Federico Garcia Lorca)"El màs terrible de todos los sentimiento es el sentimiento de tener la esperanza muerta". Saludos J.J gracias por compartir
ResponderEliminarQuizás sea la esperanza el fin del desespero ?? .... A mi también me gusta. ;)
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