Recomenzamos en Pamplona. Cuestión de principios: nunca renunciemos a volver a empezar, cuando toque, cuando resulte necesario, cuando sea la mejor opción. Esta etapa suele ser la cuarta del Camino
si lo iniciamos en St. Jean-Pied-de-Port, pero cualquier sitio es bueno para retomar el Camino. Antes de partir, no solo nos dio tiempo a visitar la
catedral y su claustro, para algunos el más bello de Europa, sino también a pasear por las
calles del encierro (Estafeta, Cuesta de Santo Domingo, Ayuntamiento…), a convocarnos en la concurrida plaza del Castillo, donde tomamos un té en el legendario
Café Iruña, y a saludar, por fin, a San Fermín en la iglesia de San Lorenzo. Como siempre, no
íbamos solos. Dice Cecelia
Ahern que “el tiempo no se puede regalar, pero se puede compartir”.
Tardamos en salir de la ciudad. Nos
habíamos hospedado en un hotel con recepción automatizada y muy económico, pero lejos
del centro, digamos que a desmano, y regresar a la senda jacobea no nos resultó sencillo.
Fuimos en busca del Portal de Francia, la puerta que mejor se conserva del
recinto amurallado, erigida en 1553 por el duque de Ahumada, virrey de Navarra,
y por donde acceden a la ciudad los peregrinos del Camino Francés. Es una
máxima que suele cumplirse con cierta compulsión: cuando más nos alejamos del camino correcto, más nos cuesta
retomarlo, encontrarlo nuevamente. Para recomenzar fue una etapa fatigosa,
con constantes repechos y desniveles, que semeja a la vida misma que, aunque en su
mayor parte se atraviesa en llano, está repleta de altibajos, y unas
veces estás arriba y otras, abajo. Al menos el día estaba nublado, lo que facilitó la
marcha.
Desde el principio, nos encontramos con multitud de peregrinos, la mayoría extranjeros. Con el tiempo caes en la cuenta de que el grueso de los españoles se incorpora al Camino en etapas más avanzadas. Durante los primeros kilómetros apenas nos topamos con pueblos de verdad: Cizur Menor, a menos de tres kilómetros de la urbe, es más bien una urbanización de ensanche a las afueras de Pamplona. Desayunamos en Zariquiegui, una bonita aldea en la ladera del monte, de casas blasonadas, donde el andadero comienza a empinarse en dirección a la Sierra del Perdón. El Alto del Perdón es un fabuloso mirador de la capital y su comarca, donde todos los peregrinos reponen fuerzas y se fotografían junto un curioso monumento de hierro que muestra las siluetas de otros caminantes a pie y a caballo. De lejos atisbamos las montañas de Montejurra y Arnotegui. La acusada y pedregosa bajada también fue dura. Y es que a veces las bajadas son más sufridas que las subidas, aunque los paisajes que divisábamos mientras descendíamos mitigaban la severidad del esfuerzo.
Previo paso por Uterga, en Muruzábal (dicen que se sirven los mejores huevos fritos de Navarra) un niño nos invitó a limonada por la voluntad. El refresco sirvió para que nos hidratáramos, porque por lo general apenas bebemos agua durante la marcha. En ese punto, si nos desviamos solo dos kilómetros, podemos visitar la iglesia de Santa María de Eunate. Pero debíamos economizar el aliento, priorizar, porque nos estábamos ya para muchos trotes. La noche anterior habíamos leído a Frédéric Lenoir que, en su tratado filosófico sobre la felicidad, nos advierte que “ser feliz es aprender a elegir. No solo los placeres apropiados, sino también el camino, el oficio, la manera de vivir y de amar.” Vivir bien, apostilla, es aprender a no responder a todos los estímulos, a jerarquizar las prioridades. Aprendimos la lección.
Desde el principio, nos encontramos con multitud de peregrinos, la mayoría extranjeros. Con el tiempo caes en la cuenta de que el grueso de los españoles se incorpora al Camino en etapas más avanzadas. Durante los primeros kilómetros apenas nos topamos con pueblos de verdad: Cizur Menor, a menos de tres kilómetros de la urbe, es más bien una urbanización de ensanche a las afueras de Pamplona. Desayunamos en Zariquiegui, una bonita aldea en la ladera del monte, de casas blasonadas, donde el andadero comienza a empinarse en dirección a la Sierra del Perdón. El Alto del Perdón es un fabuloso mirador de la capital y su comarca, donde todos los peregrinos reponen fuerzas y se fotografían junto un curioso monumento de hierro que muestra las siluetas de otros caminantes a pie y a caballo. De lejos atisbamos las montañas de Montejurra y Arnotegui. La acusada y pedregosa bajada también fue dura. Y es que a veces las bajadas son más sufridas que las subidas, aunque los paisajes que divisábamos mientras descendíamos mitigaban la severidad del esfuerzo.
Previo paso por Uterga, en Muruzábal (dicen que se sirven los mejores huevos fritos de Navarra) un niño nos invitó a limonada por la voluntad. El refresco sirvió para que nos hidratáramos, porque por lo general apenas bebemos agua durante la marcha. En ese punto, si nos desviamos solo dos kilómetros, podemos visitar la iglesia de Santa María de Eunate. Pero debíamos economizar el aliento, priorizar, porque nos estábamos ya para muchos trotes. La noche anterior habíamos leído a Frédéric Lenoir que, en su tratado filosófico sobre la felicidad, nos advierte que “ser feliz es aprender a elegir. No solo los placeres apropiados, sino también el camino, el oficio, la manera de vivir y de amar.” Vivir bien, apostilla, es aprender a no responder a todos los estímulos, a jerarquizar las prioridades. Aprendimos la lección.
A continuación, disfrutamos de una localidad
bellísima, como encaramada a un cerro: Obanos, un pueblo de apenas setecientos
habitantes, conocido también como la Villa de los Infanzones, porque era donde estos se
reunían para limitar el poder del rey de Navarra. La etapa acabó en Puente la
Reina, la Ponte Regina del siglo XI, así
llamada por doña Leonor, esposa de Sancho el Mayor que promovió entonces la
construcción del puente de seis arcos sobre el río Arga para facilitar el paso
de los peregrinos. Puente la Reina es un pueblo absolutamente ligado al Camino,
donde se junta el Camino Aragonés y el Camino Navarro. Una localidad de recio
abolengo, muy animada, con casas y palacios señoriales a lo largo de su calle
Mayor. En ella nos encontramos con la singular iglesia del Crucifijo, un templo
del siglo XV, ligado a la Orden de San Juan de Jerusalén, y compuesto de dos
naves yuxtapuestas, una de estilo románico y otra de estilo gótico.
Esta última cobija un original cristo
del mismo estilo, inmolado en una peculiar cruz en forma de y griega, que es una de las imágenes más
sugerentes del Camino.
El hotelito para pernoctar (una cuidada
hospedería privada, Jakue, también
albergue) quedaba a las afueras, a unos setecientos metros del centro del
pueblo. Comimos y cenamos el menú del hotel, pues era además una de
las mejores ofertas. Ya en el catre, pasamos revista a la jornada. Habíamos recomenzado el Camino acometiendo un nuevo tramo, apenas cuatro etapas. Pero somos del parecer del escritor
norteamericano Frank Clark, que aseguraba que, aunque todo el mundo se empeña en realizar algo
grande, como afrontar todo del Camino de una vez -se nos ocurre-, la vida, realmente, se compone
de cosas pequeñas.
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