Publicado en La Gaceta de Canarias, el 3 de junio de 1990
Ante el proceso de beatificación y canonización de Monseñor Escrivá de Balaguer iniciado en 1981 y del cual se encarga la Sagrada Congregación para la Causa de los Santos, se pueden suscitar dos interrogantes. El primero hace referencia a la sorprendente rapidez con que se lleva a cabo un proceso de ordinario muy largo (la proclamación como “venerable” es el primer escalón) y el segundo se corresponde con los méritos o deméritos acumulados por el Padre Escrivá a lo largo de su vida, es decir, acontecimientos y personalidad (virtudes heroicas o no) que fueron los juzgados y evaluados para su proclamación como “venerable” el pasado 3 de abril. Me ceñiré, en esta ocasión, al segundo de los interrogantes.
En principio, reconocer los derechos (y méritos) a la santidad de Monseñor Escrivá no sería difícil si sólo siguiéramos a sus hagiógrafos, principalmente Salvador Bernal y Vázquez de Prada, o si simplemente nos quedáramos con sus escritos espirituales (Camino, Surco, Forja, etc.). No obstante, la realidad de los hechos y de las actitudes, no demuestra que el Fundador hiciera gala, al menos en su totalidad, de las virtudes más preconizadas por él mismo.
Sí, se puede dudar poco sobre el magnetismo personal de Escrivá y de su carisma. Tampoco existe duda alguna de que se le seguía y de que proporcionó una forma de guía espiritual que necesitaban en aquel momento. Además, en caso de no tener tal “carisma”, el Padre estaba obligado a tenerlo ante sus hijos (por lo menos, así él lo consideraba). Antonio Pérez, ex socio y antiguo consiliario de La Obra en España, relata de este modo una anécdota sobre el particular: “Yo recuerdo una vez en Roma cuando me encontré en la casa central a Lucho Sánchez Moreno, que resultó ser el primer obispo del Opus Dei. Al verle, yo me acerqué a saludarle y muy sinceramente le besé el anillo pastoral. Al Padre aquello le sentó muy mal, porque en casa sólo se le besa la mano al Padre”.
Esto, por ejemplo, nos pone ya sobre aviso ante la pretendida humildad y sencillez de Escrivá de Balaguer. Veamos más: él era Monseñor Escrivá, esto es, había y hay muchos monseñores en la Iglesia, pero viviendo él se ha preferido ignorar, sólo de él debía hablarse; él era “el Padre” (con mayúsculas), en la Obra ningún sacerdote es Padre, sólo lo es Monseñor Escrivá (Antonio Pérez cuenta también lo siguiente: “una tarde le invitó Ruiz Jiménez a una recepción en la Embajada Española, y al llegar, le saludó con un “cómo está usted padre Escrivá?”; Escrivá se dio medio vuelta y se marchó. Luego nos explicaba Alvaro del Portillo que aquella no era manera de tratarle. Ruiz Jiménez le hubiera podido decir Padre o Monseñor Escrivá, pero no padre Escrivá); por fin, él era el Fundador, lo cual nadie pone en duda, sin embargo, ésto no justifica las siguientes declaraciones suyas en 1962: “Papas he conocido varios, Obispos conocéis todos un montón, pero Fundador sólo uno, y Dios os pedirá cuenta de lo vivido en la época del Padre”.
Es más, aparte de todas estas señales de falta de humildad (y algunas más que resultaría prolijo enumerar), dos hechos resaltan con luz propia:
1º. El devenir de su nombre. Según la anotación parroquial de la iglesia en la que fue bautizado, su apellido se escribía Escriba, pero ya en su época de escolar, adoptó la redacción (parece más distinguida) de Escrivá. En junio de 1940, su familia, aduciendo que Escrivá era un apellido demasiado común, solicitó que a partir de ese momento se le conociera como Escrivá de Balaguer (y Albás, que terminaría por desaparecer). Finalmente, después de 1960 José María empezó a firmar Josemaría. Este último hecho, lo justifica Salvador Bernal atribuyéndolo a que su devoción por Santa María era inseparable de San José, y de ahí la unión. No permitía que le llamasen don José: “Por favor, no me quite la Virgen, decía inmediatamente”.
2º. La solicitud (en 1968) y posterior concesión del título de Marqués de Peralta (cuyos derechos son, al menos, dudosos). Escrivá se excusaba diciendo que su familia había sufrido mucho preparándole para su ministerio, y que aquel título era una forma de recompensa. Como apunta Michael Walsh, “sea cual fuere la explicación, solicitar el restablecimiento o la concesión de un título nobiliario parece impropio de alguien que aspira a la santidad”. En todo caso, hubiera sido más adecuado renunciar a él, como hicieron Ignacio de Loyola, Francisco Javier o Francisco de Borja. Bernal explica la sorprendente solicitud en que lo hizo pensando en su familia, que no deja de ser del todo cierto, puesto que cuatro años después, cedió a su único hermano vivo, Santiago, ese título.
Por otro lado, y aunque el mismo hagiógrafo Bernal señale del carácter del Fundador “esa mentalidad laical que tanto predicó, con todas las consecuencias prácticas que de ella se derivan para un sacerdote: no mangonear las almas, no entrometerse en lo ajeno, respetar la libertad de conciencias, abominar de privilegios y exenciones,....”, María Angustias Moreno (ex socia) destaca su carácter dictatorial y arrollante, y no le falta razón si oímos a otros ex socios como Saralegui: “las palabras del Fundador penetraban, organizaban las vidas, las opiniones, las conciencias. Y tenían habitualmente, a mi juicio, esos dos caracteres dominantes: autoritarismo casi totalitario y clara inclinación por las posturas conservadoras”; o Antonio Pérez: “el padre Escrivá era muy intervencionista....” y recuerda, entre otras cosas, “el control del número de llamadas telefónicas y la infracción reiterada del secreto de la correspondencia”.
La pobreza era también una de las virtudes en que más acento ponía el Padre. Y así fue al principio. Cuenta María Angustias Moreno que la pobreza del Padre se justificaba en su habitación pequeña, en su desayuno en una taza sin asa, fue el último que tuvo colcha en la cama cuando hubo que ponerlas. Luego todo cambiaría radicalmente. “Cada casa de la Obra ha de tener ropa especialmente selecta para todos los usos del Padre. Comidas compradas diariamente, frescas, del día, abundantes y variadas...” Un vade de escritorio para la mesa del padre sólo se pudo encontrar digno en Loewe, v. gr. (Mª Angustias Moreno). “Todo aquello con lo que comía, o de lo que comía, tenía que ser de gran calidad” (Mª del Carmen Tapia, ex directora mundial de la Sección Femenina de la Obra). Los regalos al Padre también se fueron convirtiendo en una obsesión. Incluso el Fundador recibía como una ofensa una cruz de plata sobredorada y esmaltes entregada por Antonio Pérez, pues Alvaro del Portillo había encargado otra con brillantes.
Es de sobra sabido, por otra parte, que el Padre Escrivá denostaba la vanidad (a sus escritos me remito). Sin embargo, los ejemplos que pongo a continuación manifiestan que no era congruente con sus palabras. Ambos coinciden con el acceso de sus tecnócratas al poder franquista, de modo que ver a tantos hijos suyos encumbrados le halagaba y se convirtió en un elemento de su megalomanía (encuentros multitudinarios). A pesar de ello, siempre tenía un rato para los más importantes: “A ti un beso, por ser director general; a ti dos, por ser subsecretario” (se refería a González Vallés y a García Moncó). Además (parece increíble), decidió que cada vez que llegara a España, le fueran a esperar, junto a las autoridades de la Obra, todos los Ministros de Franco pertenecientes a ella, como bien apunta Alberto Moncada. Vanidad que también destaca el exjesuita Michael Walsh.
En la hora de la recapitulación, y tras lo expuesto, no resultaría sorprendente que algunos eclesiásticos se manifestaran, como ya lo hizo un Arzobispo que mantiene el anonimato, al propio Walsh: “si el Papa declara Santo a Escrivá de Balaguer lo aceptaré como una decisión de la Iglesia, pero nunca lo podré entender”. En definitiva, lo que en última instancia queda claro es que, como me comentaba José Luis Martín Vigil, “nadie, ni los enemigos de los jesuitas, discutió jamás la santidad de Loyola, pero la canonización del Padre levantará ronchas si llega a efectuarse”.
Ante el proceso de beatificación y canonización de Monseñor Escrivá de Balaguer iniciado en 1981 y del cual se encarga la Sagrada Congregación para la Causa de los Santos, se pueden suscitar dos interrogantes. El primero hace referencia a la sorprendente rapidez con que se lleva a cabo un proceso de ordinario muy largo (la proclamación como “venerable” es el primer escalón) y el segundo se corresponde con los méritos o deméritos acumulados por el Padre Escrivá a lo largo de su vida, es decir, acontecimientos y personalidad (virtudes heroicas o no) que fueron los juzgados y evaluados para su proclamación como “venerable” el pasado 3 de abril. Me ceñiré, en esta ocasión, al segundo de los interrogantes.
En principio, reconocer los derechos (y méritos) a la santidad de Monseñor Escrivá no sería difícil si sólo siguiéramos a sus hagiógrafos, principalmente Salvador Bernal y Vázquez de Prada, o si simplemente nos quedáramos con sus escritos espirituales (Camino, Surco, Forja, etc.). No obstante, la realidad de los hechos y de las actitudes, no demuestra que el Fundador hiciera gala, al menos en su totalidad, de las virtudes más preconizadas por él mismo.
Sí, se puede dudar poco sobre el magnetismo personal de Escrivá y de su carisma. Tampoco existe duda alguna de que se le seguía y de que proporcionó una forma de guía espiritual que necesitaban en aquel momento. Además, en caso de no tener tal “carisma”, el Padre estaba obligado a tenerlo ante sus hijos (por lo menos, así él lo consideraba). Antonio Pérez, ex socio y antiguo consiliario de La Obra en España, relata de este modo una anécdota sobre el particular: “Yo recuerdo una vez en Roma cuando me encontré en la casa central a Lucho Sánchez Moreno, que resultó ser el primer obispo del Opus Dei. Al verle, yo me acerqué a saludarle y muy sinceramente le besé el anillo pastoral. Al Padre aquello le sentó muy mal, porque en casa sólo se le besa la mano al Padre”.
Esto, por ejemplo, nos pone ya sobre aviso ante la pretendida humildad y sencillez de Escrivá de Balaguer. Veamos más: él era Monseñor Escrivá, esto es, había y hay muchos monseñores en la Iglesia, pero viviendo él se ha preferido ignorar, sólo de él debía hablarse; él era “el Padre” (con mayúsculas), en la Obra ningún sacerdote es Padre, sólo lo es Monseñor Escrivá (Antonio Pérez cuenta también lo siguiente: “una tarde le invitó Ruiz Jiménez a una recepción en la Embajada Española, y al llegar, le saludó con un “cómo está usted padre Escrivá?”; Escrivá se dio medio vuelta y se marchó. Luego nos explicaba Alvaro del Portillo que aquella no era manera de tratarle. Ruiz Jiménez le hubiera podido decir Padre o Monseñor Escrivá, pero no padre Escrivá); por fin, él era el Fundador, lo cual nadie pone en duda, sin embargo, ésto no justifica las siguientes declaraciones suyas en 1962: “Papas he conocido varios, Obispos conocéis todos un montón, pero Fundador sólo uno, y Dios os pedirá cuenta de lo vivido en la época del Padre”.
Es más, aparte de todas estas señales de falta de humildad (y algunas más que resultaría prolijo enumerar), dos hechos resaltan con luz propia:
1º. El devenir de su nombre. Según la anotación parroquial de la iglesia en la que fue bautizado, su apellido se escribía Escriba, pero ya en su época de escolar, adoptó la redacción (parece más distinguida) de Escrivá. En junio de 1940, su familia, aduciendo que Escrivá era un apellido demasiado común, solicitó que a partir de ese momento se le conociera como Escrivá de Balaguer (y Albás, que terminaría por desaparecer). Finalmente, después de 1960 José María empezó a firmar Josemaría. Este último hecho, lo justifica Salvador Bernal atribuyéndolo a que su devoción por Santa María era inseparable de San José, y de ahí la unión. No permitía que le llamasen don José: “Por favor, no me quite la Virgen, decía inmediatamente”.
2º. La solicitud (en 1968) y posterior concesión del título de Marqués de Peralta (cuyos derechos son, al menos, dudosos). Escrivá se excusaba diciendo que su familia había sufrido mucho preparándole para su ministerio, y que aquel título era una forma de recompensa. Como apunta Michael Walsh, “sea cual fuere la explicación, solicitar el restablecimiento o la concesión de un título nobiliario parece impropio de alguien que aspira a la santidad”. En todo caso, hubiera sido más adecuado renunciar a él, como hicieron Ignacio de Loyola, Francisco Javier o Francisco de Borja. Bernal explica la sorprendente solicitud en que lo hizo pensando en su familia, que no deja de ser del todo cierto, puesto que cuatro años después, cedió a su único hermano vivo, Santiago, ese título.
Por otro lado, y aunque el mismo hagiógrafo Bernal señale del carácter del Fundador “esa mentalidad laical que tanto predicó, con todas las consecuencias prácticas que de ella se derivan para un sacerdote: no mangonear las almas, no entrometerse en lo ajeno, respetar la libertad de conciencias, abominar de privilegios y exenciones,....”, María Angustias Moreno (ex socia) destaca su carácter dictatorial y arrollante, y no le falta razón si oímos a otros ex socios como Saralegui: “las palabras del Fundador penetraban, organizaban las vidas, las opiniones, las conciencias. Y tenían habitualmente, a mi juicio, esos dos caracteres dominantes: autoritarismo casi totalitario y clara inclinación por las posturas conservadoras”; o Antonio Pérez: “el padre Escrivá era muy intervencionista....” y recuerda, entre otras cosas, “el control del número de llamadas telefónicas y la infracción reiterada del secreto de la correspondencia”.
La pobreza era también una de las virtudes en que más acento ponía el Padre. Y así fue al principio. Cuenta María Angustias Moreno que la pobreza del Padre se justificaba en su habitación pequeña, en su desayuno en una taza sin asa, fue el último que tuvo colcha en la cama cuando hubo que ponerlas. Luego todo cambiaría radicalmente. “Cada casa de la Obra ha de tener ropa especialmente selecta para todos los usos del Padre. Comidas compradas diariamente, frescas, del día, abundantes y variadas...” Un vade de escritorio para la mesa del padre sólo se pudo encontrar digno en Loewe, v. gr. (Mª Angustias Moreno). “Todo aquello con lo que comía, o de lo que comía, tenía que ser de gran calidad” (Mª del Carmen Tapia, ex directora mundial de la Sección Femenina de la Obra). Los regalos al Padre también se fueron convirtiendo en una obsesión. Incluso el Fundador recibía como una ofensa una cruz de plata sobredorada y esmaltes entregada por Antonio Pérez, pues Alvaro del Portillo había encargado otra con brillantes.
Es de sobra sabido, por otra parte, que el Padre Escrivá denostaba la vanidad (a sus escritos me remito). Sin embargo, los ejemplos que pongo a continuación manifiestan que no era congruente con sus palabras. Ambos coinciden con el acceso de sus tecnócratas al poder franquista, de modo que ver a tantos hijos suyos encumbrados le halagaba y se convirtió en un elemento de su megalomanía (encuentros multitudinarios). A pesar de ello, siempre tenía un rato para los más importantes: “A ti un beso, por ser director general; a ti dos, por ser subsecretario” (se refería a González Vallés y a García Moncó). Además (parece increíble), decidió que cada vez que llegara a España, le fueran a esperar, junto a las autoridades de la Obra, todos los Ministros de Franco pertenecientes a ella, como bien apunta Alberto Moncada. Vanidad que también destaca el exjesuita Michael Walsh.
En la hora de la recapitulación, y tras lo expuesto, no resultaría sorprendente que algunos eclesiásticos se manifestaran, como ya lo hizo un Arzobispo que mantiene el anonimato, al propio Walsh: “si el Papa declara Santo a Escrivá de Balaguer lo aceptaré como una decisión de la Iglesia, pero nunca lo podré entender”. En definitiva, lo que en última instancia queda claro es que, como me comentaba José Luis Martín Vigil, “nadie, ni los enemigos de los jesuitas, discutió jamás la santidad de Loyola, pero la canonización del Padre levantará ronchas si llega a efectuarse”.
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