Los cabildos insulares cumplen 104 años
Los modernos cabildos insulares se crean por Ley de 11 de julio de 1912. “Oficialmente” fue en la asamblea de Tenerife de 1908 donde, por primera vez, a
instancia de su ponente, Ramón
Gil-Roldán y Martín, se propuso la creación de un organismo insular, al que
se denominó cabildo, compuesto por representantes elegidos por sufragio de toda
la isla y con las atribuciones que la ley confería a los diputaciones
provinciales (entonces beneficencia, instrucción pública y caminos vecinales).
Pero este diseño ni era novedoso ni se explayaba con el más
mínimo desarrollo. Es más, los propios asambleístas acordaron que, a fin de
perfeccionar con mayor estudio las anteriores bases o de llegar a sistematizar
una completa organización autonómica que pudiera someterse a las Cortes, se
nombrase una comisión que se encargara de este trabajo. Asimismo, la idea
tampoco prendió con facilidad en los ámbitos del Poder central, no de otra
forma se explica que el proyecto de ley aprobado por el Gobierno Canalejas no
incluyera esta solución, independientemente de los tejemanejes de León y
Castillo. El republicano Gil-Roldán insistió en sus ideas autonomistas en la
asamblea tinerfeña de 1911, en la que intervenía como ponente Benito Pérez
Armas, incorporando una enmienda sustancial sobre la composición de los
cabildos, a los que también denominaba “consejos” como Pérez Díaz, lo que
demuestra la proximidad de sus planteamientos con las tesis del letrado palmero. En general, en el abogado y también
poeta tinerfeño, se advierte una fuerte influencia de los postulados de Pedro Pérez Díaz.
A Benito Pérez Armas no se le conoció posición a favor de la
autonomía insular hasta noviembre de 1908, en un discurso ofrecido ante una
asamblea regional, posición que reiteró casi tres años después en la asamblea
tinerfeña de 1911, como portavoz de la ponencia, incidiendo en particular en la
cuestión divisionista y no en la autonomía insular. Luego solo contamos su elocuente
intervención, como presidente de la Diputación Provincial ,
en la información parlamentaria durante la tramitación del proyecto de ley y su
buena sintonía con el presidente Canalejas, con el que al parecer trabó una
gran amistad. Interesante contribución, sin duda, pero muy alejada de la
consistente, pertinaz e integral de Pérez Díaz.
Tampoco puede
considerarse que fuera el historiador Manuel
de Ossuna y Van den Heede quien planteara originalmente, en 1904 (cuando
publicó su obra El regionalismo en las
Islas Canarias), la recreación de los cabildos insulares, dado que su
trabajo se ocupaba de los antiguos cabildos o areópagos municipales sin ninguna
referencia a que esta organización mutatis
mutandi pudiera articular el cuestionado régimen administrativo del
archipiélago. De ahí que, aún en 1906, cuando se le cuestionaba por el
regionalismo en el diario El Progreso,
no introdujera propuesta alguna en este sentido en su respuesta. Cosa distinta
es que su rememoración facilitara el consenso sobre la denominación que había
de darse a los nuevos organismos y advirtiera de una organización que ya había
funcionado en el pasado, teniendo en cuenta, además, que era miembro de la
ponencia que incorporaba el nuevo organismo en la asamblea tinerfeña de 1908. Con posterioridad, por cierto, Ossuna se convirtió en uno de los personajes más
críticos con los nuevos cabildos, aunque fuera a raíz de la aprobación del
reglamento provisional, muy reprobado en Tenerife.
En los últimos
años acaso se ha sobredimensionado la contribución de Manuel Velázquez Cabrera en el nacimiento de los modernos cabildos. La aportación del jurista majorero, a nuestro juicio, no resulta en absoluto comparable
a la de Pedro Pérez
Díaz. La idea sobre la autonomía insular en Manuel Velázquez no se conoció
hasta finales de 1909, cuando esta posición ya se había generalizado al menos
en la provincia occidental. Por otro lado, en el documento plebiscitario esta
demanda ni ocupaba un lugar preeminente, cediendo ante las pretensiones sobre
la representación parlamentaria, ni se desarrollaba convenientemente. Tampoco
podemos obviar, asimismo, que la participación en el plebiscito (para solo
cuatro islas), siendo importante, no sobrepasó el 50% de la población en
ninguna isla, ni siquiera en Fuerteventura, alcanzando, por ejemplo, un
porcentaje testimonial en La Gomera (7,13%). Todo ello, sin perjuicio de que,
tras su tramitación parlamentaria, el Congreso rechazó sus bases, defendidas
por el diputado catalán Pi y Arsuaga, aunque pasasen más tarde a formar parte
de la documentación incluida en la tramitación de la ley, como algunos otros
textos relacionados con el problema de Canarias.
A Gran Canaria poca contribución puede atribuírsele en la recreación de los cabildos, salvo su intransigencia en relación con la división provincial; postura que, con seguridad, facilitó una solución de conveniencia que puede asignárseles, en parte, a los nuevos organismos insulares, como se ocupó de recordar el propio Luis Morote. De entre su clase política, sin embargo, debemos entresacar los postulados mantenidos por el grupo de republicanos federales de José Franchy y Roca (y el semanario El Tribuno) y el entorno del diario La Mañana, de Rafael Ramírez Doreste, normalmente (aunque provenían del divisionismo) partidarios de la autonomía insular, pero a los que no se les puede consentir mayor aportación que su honestos y a la vez delicados propósitos al provenir del universo grancanario, por los que no se granjearon en su isla más que todo tipo de invectivas y reproches. De resto, conviene acordarse del valenciano Luis Morote y Greuss, porque el diputado republicano (buen amigo de Pérez Díaz), avenido al leonismo por razones de oportunidad, era divisionista, pero también creía en la autonomía insular, y su presencia en la comisión parlamentaria, primero, incorporando los cabildos al proyecto de ley (primer dictamen), y luego, renunciando a la división provincial por una solución transada (segundo dictamen), redimensiona su participación.
Al catalán Juan Sol y Ortega, diputado por
Canarias (Tenerife) apenas unos meses, podemos valorarle su empatía con el
problema canario y su sólida defensa de la autonomía insular, manifestada
públicamente en la asamblea tinerfeña de 1911, y después mantenida en el
Congreso como diputado que allanaría la solución autonomista, animado, en
ocasiones, por el propio Pérez Díaz, con el que mantenía una muy buena relación
personal al socaire de sus orígenes comunes en el seno del republicanismo, aun
cuando aquel procediera de la facción progresista de Ruiz Zorrilla y Muro.
En la
contribución del presidente José
Canalejas y Méndez, liberal aunque de procedencia republicana, habrá que valuarle
su preocupación sincera por la cuestión divisionista, su interés por darle una
solución al problema canario de una vez por todas y, en especial, su
determinación en sacar adelante la misma. Pero apenas podemos valorar su defensa de
la solución cabildicia, dado que su proyecto se presentó en las Cortes huérfano
de esta idea, esto es, ausente de autonomismo alguno y únicamente dirigido a dividir
la provincia como satisfacción que acallara las voces desairadas que provenían
de la órbita de León y Castillo. Sea como fuere, tanto la ley como el
reglamento se aprobaron durante su mandato, este último solo un mes antes de su
vil asesinato.
El liberal
fusionista Antonio Domínguez Afonso
parece haber tenido una intervención destacada en la gestación de la ley de cabildos,
como único representante tinerfeño en la comisión parlamentaria. Con bastante
probabilidad, la solución insular, que apareció sutilmente en el primer
dictamen, le debió, al menos formalmente (como a Morote), gran parte de su
inclusión. No obstante, a los dos dictámenes presentó el diputado tinerfeño
voto particular, siempre más preocupado por la unidad provincial que por otros
planteamientos -como los de la autonomía insular- no tan prioritarios para
Unión Patriótica. Sus ideas sobre la composición de los cabildos (la doble
representación municipal, que llegó a compartir con Pérez Díaz) tampoco
tuvieron eco entre los parlamentarios, que se inclinaron por el criterio
poblacional defendido por Pérez Díaz en su folleto sobre el
problema canario.
Por último, tampoco podemos estimar parangonable la contribución del diputado palmero Pedro
Poggio y Álvarez,
pese a que La Palma, gobernada por sus correligionarios, le reconociera una
aportación relevante una vez aprobada la ley, nombrándole incluso hijo
predilecto, y pretiriendo de manera injusta la labor de Pérez Díaz por su
militancia republicana. Poggio no se manifestó visiblemente por la autonomía
insular hasta su discurso de 23 de junio de 1911, y más tarde sus intervenciones y
enmiendas no alcanzaron la importancia debida (las demandas palmeras, en
realidad, ya aparecían satisfechas en el primer dictamen, aunque -en algún
momento- intentara arrogárselas). Sin embargo, se le puede considerar el único
diputado del Partido Conservador con una intervención señalada en la
configuración de la personalidad insular, pretensión que en sus postreros
empeños casi marra su propio líder, Antonio Maura.
Por
ello, siendo conscientes de la concurrencia de múltiples copartícipes de muy
diversa índole, podemos asegurar que la aportación de ninguno de ellos puede
considerarse del nivel cualitativo y cuantitativo que hemos de reconocerle a la
de Pedro Pérez
Díaz.
* J.J. Rodríguez-Lewis (Juan José Rodríguez) es autor del libro Pedro Pérez Díaz y los cabildos insulares (Cabildo Insular de La Palma, 2012)
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