Las despedidas nunca
son fáciles. El dramaturgo austriaco Arthur
Schnitzler dijo una vez que las despedidas siempre duelen, incluso cuando
se ansían desde hace tiempo. Los adioses, por tanto, comulgan más con la
tristeza, con la desazón, con la amargura incluso, que con la alegría, con el
gozo, aunque en ocasiones -para algunos- signifiquen además una liberación.
En la vida nos
enfrentamos siempre a muchas despedidas. Quizás las muertes sean las más
dolorosas, las más traumáticas. Pero también lo son las rupturas sentimentales,
o cuando por cualquier desavenencia se quiebra una amistad de largo recorrido o el
afecto sincero con un familiar muy querido. A veces hasta tenemos que aprender
a despedirnos de los sueños, como de los trabajos.
En estos casos, el
aprendizaje básico al que solemos resistirnos, según Elsa Punset (en Inocencia Radical), es a aprender a
despedirnos con alegría de lo que la vida nos arrebata, y que aún amamos. En
realidad, de lo que se trata es de aprender, o de aprehender, la lección
recibida, sin rencor, sin inquina. Las despedidas de quién nos aportó cosas buenas
a nuestra vida, e incluso no tan buenas, de quién nos ayudó a crecer, vistas así,
no deberían de ser angustiosas ni desconsoladas, aunque la experiencia nos demuestre que normalmente lo son. Y lo
son, porque la ausencia duele en el alma, y en el alma el dolor es mayor que en
el corazón.
Las despedidas se
producen de múltiples maneras. A veces nos decimos adiós tácitamente, en
sigilo, con un distanciamiento progresivo que busca sin pretenderlo aminorar el
golpe, atenuar el dolor que sabemos que nos causará una medida drástica y sin
vuelta atrás, como cuando nos comunican que una muerte es inminente, y el adiós
es paulatino y consciente, y nos despedimos en silencio, casi a diario, o
cuando el amor ha desaparecido, y sus ascuas ya solo se revisten de afecto, de afecto sincero, un sentimiento que, como asegura Elsa Punset (en Una
mochila para el universo), está bien para los hijos y para los amigos, pero
no para la pareja. Otras veces la despedida es más directa, brutal acaso, por inesperada, y porque enfrentamos los ojos del otro, la última
mirada. Parece más valiente, y de hecho lo es, pero no por ello más oportuna,
más tranquilizadora, o menos sufrida. En ocasiones, en fin, necesitamos reflejar nuestros sentimientos por escrito, es una despedida más profunda, más liberadora si cabe, porque escrutamos el alma en busca de respuestas y, si es posible, de palabras sanadoras.
Con la muerte no podemos elucubrar, pero
los adioses de la vida permiten buscar el medio más adecuado, la palabra precisa,
el gesto elocuente. Lo importante es que los modos sean paliativos para las dos
partes, balsámicos a poder ser, porque, en cualquier caso, las despedidas en
vida nunca son definitivas.
Me ha encantado Lewis, como el resto. Felicidades
ResponderEliminarMuy bonito, y cierto las despedidas nunca son definitivas.
ResponderEliminarεїз Monarca
Muy bonito, y tienes razón las despedidas en vida nunca son definitivas. εїз Monarca
ResponderEliminarYo nunca me voy a despedir de leerte, de escucharte, de estar junto a tí cuidando de tí, en lo que yo pueda, prometido, en cada despedida que tengas las más dulces o las más amargas..ahí estaré..estuviste en la despedida más triste tu y mi otro querido gran AMIGO, la muerte de mi padre y cuando te ví, aquella despedida fue un poco menos cruel.. querido AMIGO.
ResponderEliminarMe ha gustado mucho...solo decir que aunque la vida realmente nos permita elegir el medio y sobre todo, el modo de despedirnos, no creo sinceramente que nos paremos a pensar demasiado en la otra persona...la mayoría somos demasiado egoístas.
ResponderEliminarEs verdad que, dependiendo de cómo sea el carácter de quién haya que despedirse, podría escogerse la fórmula que nos parezca menos dolorosa para hacerlo (esto es como quién respeta al que decide tener o no conocimiento de que tiene una enfermedad terminal). Sin embargo, creo que no hacerlo frente a frente deja puertas abiertas para quien es abandonado y, por tanto, no logra desapegarse del todo jamás. Por ejemplo, cuando uno no puede despedirse de alguien cercano que fallece y le queda siempre esa "magua" que no le permite hacer el duelo y aceptar del todo su marcha; o cuando una relación amorosa termina a través de un mensaje de texto, de una pequeña nota o una larga carta, porque no permite que el abandonado resuelva sus interrogantes y, por tanto, siempre le quedarán mil suposiciones que confirmar, y suspirará siempre por el abandonante, puesto que el abandonado jamás entenderá que él mismo sea el causante del desamor o que el abandonante haya podido encontrar el amor en otro individuo que pueda darle más que el propio abandonado. Así que creo que hay que despedirse, hay que cerrar puertas y ayudar a que el otro las cierre también, aunque duela más que enterrarse una tacha en la planta del pie y sea un momento especialmente duro.
ResponderEliminarGracias por hacer siempre que reflexione y plantear temas intensos de una forma tan bonita. Besos, JJ.