Era una noche fría y amenazaba lluvia, como tantas noches de Reyes que
recordábamos de nuestra mocedad. Hacía poco que, con la adoración de los Magos
en el que fue el primer cabildo de la isla, había finalizado la tradicional cabalgata de la ciudad,
una de las más antiguas del país. Quedamos en una conocida cervecería alemana frente
al malecón, a la altura de unos balcones típicos, precisamente donde antaño las
parejas trazaban sus sueños contemplando en el horizonte como el alba iluminaba
el día. Era más que una simple cita. Llamémosle encuentro, porque encontrarse supone dar con alguien al que se busca, y nosotros, aunque nos habíamos llamado para
fijar la cita, llevábamos mucho tiempo buscándonos, persiguiéndonos mutuamente sin
advertirlo siquiera.
Hacía varios años que
no nos veíamos, así que necesitábamos contarnos tantas cosas que casi no probamos
bocado. Fue una cena frugal sin pretenderlo, aunque, con las copas, no ocurrió
lo mismo. Bebimos vino sin mesura y acompañamos la sobremesa con varios vodkas con limón que nos recordaban
aquellos primeros combinados de juventud que nos descubrieron la noche cuando
apenas entendíamos el día. Nos contamos
la vida en un momento, y nos hicimos ingenuamente partícipes de la felicidad que en apariencia disfrutábamos: trivial e inconsciente.
Decidimos ir luego a
jugar a los dardos. Quizá ya no dábamos el prototipo del imberbe jugador de
dardos, pero era este un juego que también nos traía buenos recuerdos y que a ambos
nos gustaba practicar, y sobre todo compartir. Andábamos los dos rozando los
cuarenta años, así que, como nos dice Carl Jung, era un buen momento para hacer un primer
balance de nuestra existencia, aunque este psicólogo suizo lo llame, más
técnicamente, “proceso de individuación”. En eso nos sumergimos las horas
siguientes casi sin darnos cuenta. No hubo secreto que no compartiéramos, tampoco
hubo anhelo que no explicitáramos. Fue un encuentro para la confesión más
íntima, para la tierna complicidad y para la comunión de sentimientos. Nada extraño, en cualquier caso, en una amistad auténtica como la nuestra.
Pero entonces no nos
descubrimos tan felices como pensábamos, ni tan dichosos como nos
proclamábamos. Caímos en la cuenta de que la felicidad no podía ser una simple
emoción efímera o inconsciente, porque advertimos que nuestras vidas, pese al éxito y al reconocimiento que supuestamente las adornaban, no las habíamos elegido
nosotros, sino que nos habíamos dejado arrastrar por la corriente, hasta en la
forma de amar. Que todo no se podía dejar al karma.
Abandonamos aquel bar
cuando ya las puertas cerraban su última hoja y, sin convenirlo, como empujados por el hábito, nos encaminamos hacia su
antigua casa. Pero apenas habíamos dado los primeros
pasos, algo desde nuestro interior nos forzó a parar, y de inmediato nos volvimos en dirección al otro para mirarnos. La mirada fue
intensa y profunda, como aquellas que, una vez en la vida, nos envuelven el corazón y nos abrazan el
alma. Era el momento de decidir sobre nuestros destinos: de nadar contracorriente
si era lo que de verdad queríamos, de caminar por un sendero distinto si así lo requería nuestro propósito, de alterar el sino de los
números si nuestro dharma era otro diferente.
Resolvimos entonces acercarnos al malecón y, divisando
el horizonte en una noche de luna llena, dibujar juntos un sueño de Reyes que no nos
atrevíamos a asumir hasta ahora: que los caminos de nuestra felicidad eran
múltiples, que en todos ellos podíamos encontrar nuestra cuota de alegrías y de
tristezas, pero que nos equivocábamos si no elegíamos el mismo sendero, la
misma ruta, porque ese designio había sido nuestro gran error. Por eso, no se nos ocurrió otra cosa que garabatear ese
deseo en un papel, introducir este en una de las tantas botellas que el "botellón" había dejado regadas por el
lugar y tirar esta al mar. Era nuestra particular carta a los Reyes Magos, mas no
les pedíamos nada, simplemente se lo comunicábamos.
* Fotografía: Fer Rodríguez Sánchez
* Fotografía: Fer Rodríguez Sánchez
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